La vuelta de Orwell y el Gran Hermano a la guerra en
Palestina, Ucrania y contra la verdad
johnpilger.com
/ Rebelión
14.08.2014
La otra
noche vi 1984, de George Orwell, representada en los escenarios de
Londres. Pese a que pide a gritos una interpretación contemporánea, las
advertencias de Orwell sobre el futuro se presentaron como una obra
perteneciente a un periodo remoto e inofensivo. Parecía como si Edward Snowden
nunca hubiera hecho públicas sus revelaciones, el Gran Hermano no fuera hoy un
espía digital y el propio Orwell nunca hubiera dicho aquello de «para dejarse
corromper por el totalitarismo no hace falta vivir en un país totalitario».
La producción,
aclamada por la crítica, se me antojó una medida de nuestros tiempos culturales
y políticos. Cuando se encendieron las luces, el público estaba ya en pie de
camino hacia la puerta de salida. Todos parecían indiferentes o, quizás,
absortos en otros asuntos. «Menudo rompecabezas», escuché que decía la chica de
enfrente, mientras encendía su teléfono.
Cuando las
sociedades avanzadas se despolitizan, los cambios se producen de forma tan
sutil como espectacular. En el discurso del día a día, el lenguaje político
está invertido, tal y como Orwell profetizó en 1984. «La democracia» es
ahora un artefacto retórico. La paz es una «guerra perpetua». «Global»
significa imperial. El concepto de «reforma», que una vez resultó esperanzador,
hoy equivale a regresión e incluso destrucción. «Austeridad» es la imposición
del capitalismo extremo a los pobres y la concesión del socialismo a los ricos:
un sistema bajo el cual la mayoría está al servicio de las deudas de unos
pocos.
En las
artes, la hostilidad a la verdad política se ha convertido en un artículo de fe
burguesa. Un titular del diario Observer prefigura «El periodo rojo de Picasso
y por qué los políticos no hacen buen arte». Cabe mencionar que este titular se
publicó en un periódico que saludaba el baño de sangre en Iraq a modo de
cruzada liberal. La incesante oposición de Picasso al fascismo se contempla
como una nota a pie de página, de igual forma que el radicalismo de Orwell ha
desaparecido del premio que se apropió de su nombre.
Hace unos
pocos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura inglesa en la
Universidad de Manchester, consideró que «por primera vez desde hace dos siglos
no hay poeta, dramaturgo o novelista británico que esté preparado para
cuestionar los fundamentos del estilo de vida occidental». Ya no se escriben
discursos como los de Shelley a los pobres, sueños utópicos como los de Blake,
condenas como las de Byron a la corrupción de la clase gobernante, ni hay un
Tomas Carlyle o un John Ruskin que descubran los desastres morales del
capitalismo. Ni William Morris, Oscar Wilde, HG Wells o George Bernard Shaw conocen
equivalentes hoy. Harold
Pinter fue el último en alzar su voz. Entre las insistentes voces del
feminismo, ninguna hace eco a Virginia Woolf, quien describió extensamente «el
arte de dominar a los demás... de gobernar, matar o adquirir tierras y
capital».
En el Teatro
Nacional, una obra nueva, Gran Bretaña, propone una sátira sobre el escándalo
de las intervenciones telefónicas por el que varios periosdistas han sido
juzgados y condenados, incluyendo a un antiguo editor del periódico News of the
World de Rupert Murdoch. Descrita como «una comedia con colmillos afilados
[que] pone a toda la incestuosa cultura [mediática] en el banquillo de los acusados
y la somete a un ridículo despiadado», el punto de mira de la obra está puesto
en los «agraciados y divertidos» personajes de los tabloides británicos. Todo
ello está muy bien y resulta familiar. Pero, ¿cuál de los medios que no son
tabloides y se consideran respetables y creíbles no sirve a la función paralela
de brazo del estado y de los poderes corporativos, tal y como ocurre con la
promoción de guerras ilegales?
Las
indagaciones de Leveson en torno a las intervenciones telefónicas mostraron lo
que era inmencionable. Tony Blair se encontraba declarando, protestando ante su
señoría por el acoso del tabloide a su mujer, cuando una voz lo interrumpió
desde la galería . David Lawley-Wakelin, un conocido director de cine, exigía
el arresto de Blair y su enjuiciamiento por ser culpable de numerosos crímenes
de guerra. Hubo un espacioso silencio: la conmoción que siempre produce la
verdad. Lord Leveson dio un salto sobre sus pies, ordenó que se expulsara al
divulgador de verdades y pidió disculpas al criminal de guerra. Lawley-Wakelin
fue enjuiciado y Blair salió en libertad.
Los
cómplices de Blair son su invariable respetabilidad. Cuando la presentadora de
la BBC Kirsty Wark lo entrevistó en el décimo aniversario de su invasión a
Iraq, le obsequió con un momento con el que jamás podía haber soñado: le
permitió mostrarse agonizante por la «difícil» decisión en torno a Iraq, en vez
de pedirle cuentas por el épico cimen. Me recordó al desfile de periodistas de
la BBC, quienes en 2003 declararon que Blair podía sentirse «libre de culpa» y
consiguientemente se emitió la serie «seminal» de la BBC, The Blair Years, para
la que eligieron a David Aaronovitch como guionista, presentador y
entrevistador. Aaronovitch, lacayo de Murdoch, elogió con pericia la campaña de
ataques militares a Iraq, Libia y Siria.
Desde la
invasión de Iraq –ejemplo de agresión no provocada que el fiscal de Nuremberg
Robert Jackson denominó «el crimen internacional supremo, que se ha distinguido
de otros crímenes de guerra únicamente por contener en sí mismo el mal
acumulado de la totalidad» – a Blair y a su portavoz y principal cómplice,
Alastair Campbell, les concedieron un espacio generoso en el periódico Guardian
para restablecer su reputación. Descrito como la «estrella» del Partido Laborista,
Campbell se ha granjeado la simpatía de los lectores por su depresión y ha
expuesto sus intereses, aunque no su reciente nombramiento como consejero de
Tony Blair, sobre la tiranía militar de Egipto.
Al tiempo
que Iraq se desmembra a causa de la invasión Blair/Bush, un titular de Guardian
reza: «Fue correcto derrocar a Saddam, pero nos hemos retirado demasiado
pronto». Este coincidió con otro prominente artículo del 13 de junio, escrito
por un antiguo funcionario de Blair, John McTernan, quien también sirvió al
nuevo dictador de Iraq designado por la CIA Iyad Allawi. En su llamamiento a
reiterar la invasión del país que su antiguo maestro ayudó a destruir, no hizo
referencia alguna a las muertes de al menos 700.000 personas, la huida de
cuatro millones de refugiados y una revuelta sectaria en un país que antes se
jactaba de su tolerancia comunitaria.
«Blair
personifica la corrupción y la guerra», escribió el columnista radical del
Guardian Seumas Milne en un vehemente artículo del 3 de julio. Esto, en la
profesión, se conoce como «equilibrio». Al día siguiente, el periódico publicó
el anuncio de un bombardero furtivo estadounidense a página completa. Sobre la
amenazante imagen del bombardero se leían las palabras: «F-35. El GRAN de
Bretaña». Esta otra personificación de «la corrupción y la guerra» costará a
los contribuyentes británicos 1.300 millones de libras, con el lastre adicional
de que los predecesores de este modelo F han masacrado a miles de personas en
el tercer mundo.
En un
pueblecito de Afganistán, habitado por los más pobres de los pobres, grabé a
Orifa, arrodillada frente a las tumbas de su marido, Gul Ahmed, un tejedor de
alfombras, otros siete miembros de su familia, entre ellos seis niños, y dos
niños que fueron asesinados en la casa vecina. Una bomba de «precisión» de 500
libras cayó directamente sobre su casita de barro, piedra y paja, dejando un
cráter de 15 metros de ancho. Lockheed Martin, el fabricante del avión, obtuvo
un puesto de honor en el anuncio del Guardian.
La anterior
secretaria de estado y aspirante a presidente de los EEUU, Hilary Clinton,
apareció hace poco en el programa Women´s Hour de la BBC. La presentadora,
Jenni Murray, introdujo a Clinton como el paradigma del éxito femenino. No
recordó a sus oyentes la obscenidad proferida por Clinton de que Afganistán fue
invadida para «liberar» a mujeres como Orifa. No preguntó a Clinton sobre la
campaña de terror de su administración en la que se emplearon aviones no
tripulados para masacrar a mujeres, hombres y niños. No se mencionó la amenaza
de Clinton de «eliminar» a Irán en su campaña por ser la primera mujer
presidente, ni tampoco su apoyo a la vigilancia masiva ilegal o a la búsqueda
de delatores.
Sí le hizo,
sin embargo, una pregunta comprometedora. ¿Había perdonado Clinton a Monica
Lewinski por la aventura con su marido? «El perdón es una elección», dijo
Clinton, «para mí fue, absolutamente, la elección adecuada». Esto me recordó a
los años 90 y la perpetua obsesión por el «escándalo» Lewinsky. El presindente
Bill Clinton se encontraba entonces invadiendo Haití y bombardeando los
Balcanes, África e Iraq. También se dedicaba a destruir vidas de niños iraquís;
Unicef informó de la muerte de medio millón de menores de cinco años, como
resultado del embargo impuesto por EEUU y Gran Bretaña.
Los niños
eran los nadies mediáticos, de la misma manera que las víctimas de las
invasiones que apoyó y promovió Hilary Clinton –Afganistán, Iraq, Yemen,
Somalia– son nadies mediáticos. Murray no los mencionó. La página web de la BBC
muestra una fotografía de ella junto a su distinguida invitada, en la que ambas
aparecen radiantes.
En política,
como en periodismo y en arte, parece que la discrepancia que antes el «público»
toleraba se ha revertido y convertido en disidencia: una clandestinidad
metafórica. Cuando comencé mi carrera en Fleet Street de la Gran Bretaña de los
años 60, la crítica del poder occidental como fuerza rapaz era aceptable. Se
podían leer los celebrados informes de James Cameron sobre la explosión de la
bomba de hidrógeno en Bikini Atoll, la atroz guerra de Korea y los bombardeos
estadounidenses de Vietnam del Norte. El gran espejismo de hoy es el de
pertenecer a una era de la información cuando, en realidad, vivimos en una era
mediática en la que la incesante propaganda corporativa resulta insidiosa,
contagiosa, eficaz y liberal.
En su ensayo
de 1859 Sobre la Libertad, al cual los liberales modernos rinden homenaje, John
Stuart Mill escribió: «El despotismo es una forma legítima de gobierno cuando
se lidia con bárbaros, siempre que su fin sea una mejora de las condiciones y
los medios se justifiquen haciendo efectivo tal fin». «Bárbaros» eran amplios
sectores de la humanidad de quienes se requería una «obediencia implícita». «Es
un mito afable y conveniente que los liberales se consideren pacificadores y
los conservadores belicistas», escribió el historiador Hywel Williams en el
2001, «pero el imperialismo de la mecánica liberal puede resultar más peligroso
dada su naturaleza no concluyente, su convicción de que representa una forma de
vida superior». Él tenía en mente un discurso de Blair en el que el entonces
primer ministro prometió «reordenar el mundo que nos rodea» según sus propios
«valores morales».
Richard
Falk, respetada autoridad en derecho internacional y Relator Especial de la ONU
en Palestina, lo describió una vez como una «pantalla moral/legal
unidireccional y santurrona [con] imágenes positivas de los valores e inocencia
occidentales presentados como gravemente amenazados, justificando así una
campaña de violencia política sin restricción». Está «tan ampliamente asumida
que se ha vuelto virtualmente inamovible».
La tenacidad
y el clientelismo premian a los guardianes. En la Radio 4 de la BBC, Razia
Iqbal entrevistó a Toni Morrison, la premio Nobel Afro-Americana. Morrison se
preguntaba por qué tantas personas estaban tan «enfadadas» con Barack Obama,
pues era «guay» y deseaba construir «una economía y un sistema sanitario
sólidos». Morrison se enorgullecía de haber hablado por teléfono con su héroe,
el cual había leído uno de sus libros, y la había invitado a su inaguración.
Ni ella ni
su entrevistador mencionaron las siete guerras perpetradas por Obama,
incluyendo su campaña de terror con aviones no tripulados, por la cual familias
enteras, sus rescatadores y deudos fueron asesinados. Lo que parecía importar
de verdad era que un hombre de color con un «discurso muy refinado» había
conseguido alcanzar las imponentes alturas del poder. En Los condenados de la
Tierra, Frantz Fanon escribió que la «misión histórica» de los colonizados era
servir como «línea de transmisión» de los que gobernaban y oprimían. En la era
moderna, el uso de la diferencia étnica en los sistemas de poder y propaganda
occidentales se contempla como un elemento esencial. Obama parece ser la
encarnación de este elemento, aunque el gabinete de George W. Bush –su
camarilla belicista– fue el más multiracial en la historia de la presidencia.
Cuando la
ciudad iraquí de Mosul cayó bajo el mando de los yihadistas de ISIS, Obama dijo
que «el pueblo americano ha hecho grandes inversiones y sacrificios para
conceder a los iraquís la oportunidad de trazar un destino mejor». ¿No es
«guay» esa mentira? Qué discurso tan «refinado» dio Obama en la academia
militar de West Point del 28 de mayo. En su exposición del «estado del mundo»
en la ceremonia de graduación de los que «asumirán el liderazgo de América» a
lo largo y ancho del mundo, Obama dijo que «los Estados Unidos emplearán la
fuerza militar, de forma unilateral si es necesario, cuando nuestros principales
intereses así lo exijan. La opinión internacional nos importa, pero América
nunca pedirá permiso...»
Repudiando
el derecho internacional y los derechos de las naciones independientes, el
presidente de los Estados Unidos reivindica una divinidad basada en el poder de
su «indispensable nación». Es el consabido mensaje de la impunidad imperial,
que pese a todo resulta siempre animoso. Evocando el resurgimiento del fascismo
en 1930, Obama dijo: «Creo en la excepcionalidad americana con cada fibra de mi
ser». El historiador Norman Pollack escribió: «Para los militaristas,
substitúyase la aparentemente más inocua militarización de la cultura total.
Para el grandilocuente líder, tendremos al reformista frustrado, trabajando
despreocupadamente, planeando y llevando a cabo asesinatos y sonriendo todo el
tiempo».
En febrero,
los EEUU organizaron uno de sus golpes de estado «coloristas» contra el
gobierno legítimo de Ucrania, explotando las protestas genuinas contra la
corrupción en Kiev. La secretaria de estado de Obama Victoria Nuland escogió
personalmente al líder del «gobierno interino». Lo apodó «Yats». El vicepresidente
Joe Biden viajó a Kiev, igual que hizo el director de la CIA John Brennan. Las
tropas de choque de su golpe de estado fueron fascistas ucranianos.
Por primera
vez desde 1945, un partido neo-nazi, abiertamente antisemita, controla las
áreas clave de poder en una capital europea. Ningún líder de la europa
occidental ha condenado este resurgimiento del fascismo en la tierra fronteriza
a través de la cual las tropas de invasión hitlerianas asesinaron a millones de
rusos. Obtuvieron el apoyo del Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), responsable
de la masacre de judíos y rusos, que ellos llamaban «alimañas». El UPA es la
inspiración histórica del actual partido Svoboda y su aliado el Pravy Sektor.
El líder de Svoboda Oleh Tyahnybok ha hecho un llamamiento para purgar Ucrania
de la «mafia moscovita-judía» y demás «escoria», como gays, feministas y grupos
de izquierdas.
Desde el
colapso de la Unión Soviética, los Estados Unidos han sitiado a Rusia con bases
militares, aviones de guerra nucleares y misiles, como parte de su Proyecto de
Ampliación de la OTAN. Imcumpliendo la promesa hecha al presidente soviético
Mikhail Gorbachev en 1990 de que no se extendería «un solo centímetro hacia el
este», la OTAN, de hecho, ha ocupado la europa oriental. En el antiguo Cáucaso
soviético, la expansión de la OTAN representa la mayor construcción militar
desde la Segunda Guerra Mundial.
El Plan de
Acción de Membresía de la Otan es la concesión de Washington al régimen
golpista de Kiev. En Agosto, la «Operación Tridente Rápido» situará a las
tropas estadounidenses y británicas en la frontera Rusia-Ucrania y el ejercicio
militar «Sea Breze» enviará buques de guerra estadounidenses a vista de los
puertos rusos. Uno puede imaginarse la reacción si estos actos de provocación o
intimidación se llevaran a cabo en las fronteras estadounidenses.
Al reclamar
Crimea –que Nikita Kruschev separó ilegalmente de Rusia en 1954– los rusos no
hacen más que defenderse, como han estado haciendo desde hace casi un siglo.
Más del 90 por ciento de la población de Crimea votó a favor de devolver el
territorio a Rusia. Crimea es el hogar de la Flota del Mar Negro y su pérdida
podría significar el final para la Marina Rusa y un premio para la OTAN.
Habiendo confundido las partes de guerra en Washington y Kiev, Vladimir Putin
retiró las tropas de la frontera Ucraniana y urgió a las etnias rusas del este
de Ucrania a abandonar las ideas de separatismo.
De una forma
muy orwelliana, a todo esto se le ha dado la vuelta en occidente convirtiéndolo
en «amenaza rusa». Hillary Clinton comparó a Putin con Hitler. Sin ninguna
ironía, los comentaristas políticos de la derecha alemana profirieron las
mismas palabras. En los medios, se limpia la imagen de los neo-nazis ucranianos
llamándolos «nacionalistas» o «ultra nacionalistas». Lo que temen es que Putin
esté buscando una solución diplomática y que pueda encontrarla. El 27 de junio,
en respuesta al último acuerdo de Putin –su petición al Parlamento Ruso de
rescindir la legislación que le otorgaba el poder de intervenir en nombre de la
etnia rusa de Ucrania–, el Secretario de Estado John Kerry lanzó otro de sus
ultimatums. Rusia debe «actuar en las próximas horas, literalmente» para acabar
con la revuelta en Ucrania del este. A pesar de que a Kerry se lo conoce como
un bufón, el grave objetivo de tales «advertencias» era propiciar que Rusia
obtuviera el estatus de paria y reprimir las noticias de la guerra del régimen
de Kiev contra su propio pueblo.
Un tercio de
la población de Ucrania es de habla rusa y bilingüe. Hace tiempo que el pueblo
persigue una federación democrática que refleje la diversidad étnica de Ucrania
y sea tanto autónoma como independiente de Moscú. La mayoría no es
«separatista» ni «rebelde», sino ciudadanos que desean vivir seguros en su
patria. El separatismo no es más que una reacción a los ataques que sufren por
parte de la junta de Kiev, que ha enviado al exilio en Rusia a unos 110.000
(según datos de la ONU). En general, se trata de mujeres y niños traumatizados.
Como los
niños del embargo a Iraq y las mujeres y niñas «liberadas» de Afganistán, este
pueblo étnico de Ucrania, aterrorizado por los caudillos de la CIA, son los
nadies mediáticos de occidente; su sufrimiento y las atrocidades que han
sufrido han sido minimizadas hasta casi desaparecer. Tampoco se ha informado en
los medios de comunicación oficiales de occidente de la escala de los ataques
del régimen. Esto no carece de precedentes. Volví a leer la magistral The First
Casualty: the war correspondent as hero, propagandist and mythmaker, de Phillip
Knightle, con admiración renovada por Morgan Philips Price del Manchester
Guardian, el único reportero occidental que permaneció en Rusia durante la
revolución de 1917 e informó de la desastrosa invasión de los aliados
occidentales. Justo y valeroso, Philips Price agitó él solo lo que Knightley
denomina el «oscuro silencio» anti-ruso de occidente.
El 2 de
mayo, en Odessa, 41 personas de etnia rusa fueron quemadas vivas en la sede de
un sindicato ante la mirada impasible de la policía. Existe un video terrible
que lo prueba. El líder de Pravy Sektor Dmytro Yarosh saludó la masacre como
«otro día brillante de nuestra historia nacional». En los medios de
comunicación británicos y estadounidenses se transmitió la noticia como una
«tragedia turbia» resultante de los «enfrentamientos» entre «nacionalistas»
(neo-nazis) y «separatistas» (el pueblo que recogía firmas para convocar un
referendum por una Ucrania federal). El New York Times la entrerró, desechando
como propaganda rusa sus advertencias sobre las políticas fascistas y
antisemitas de los nuevos clientes de Washington. El Wall Street Journal
condenó a las víctimas – «Fuego Mortal Ucraniano Probablemente Detonado por los
Rebeldes, Según el Gobierno». Obama felicitó a la junta por su «refrenamiento».
El 28 de
junio, el Guardian dedicó casi una página entera a las declaraciones del
«presidente» del régimen de Kiev, el oligarca Petro Poroshenko. De nuevo se
aplicó la ley de inversión de Orwell. No hubo golpe de estado; no hubo guerra
contra la minoría de Ucrania; los rusos tenían la culpa de todo. «Quiero
modernizar mi país», dijo Poroshenko. «Queremos introducir la paz, la
democracia y los valores Europeos. Hay personas a quienes no les gusta. Hay
personas a quienes no gustamos».
El reportero
del Guardian Luke Harding obviamente no puso en duda tales aseveraciones, ni
mencionó la atrocidad cometida en Odesa, los ataques aéreos y de artillería del
régimen en las áreas residenciales, el rapto y asesinato de periodistas, el
bombardeo de la redacción de un periódico de la oposición y su amenaza de
«liberar Ucrania de escoria y parásitos». El enemigo son «rebeldes»,
«militantes», «insurgentes», «terroristas» y secuaces del Kremlin. Si
congregamos a los fantasmas de la historia de Vietnam, Chile, Timor del Este,
Africa Austral o Iraq, podremos identificar las mismas etiquetas. Palestina es
el imán de este inamovible engaño. El 11 de julio, tras la última matanza en
Gaza –80 personas, entre ellas seis niños de la misma familia– perpetrada por
el ejército de Israel equipado con armamento estadounidense, un general israelí
escribió un artículo en el Guardian bajo el titular «Una muestra de fuerza
necesaria».
En los años
70, conocí a Leni Riefenstahl, a quien pregunté sobre las películas que había
rodado para glorificar a los nazis. Utilizando una cámara y unas técnicas de
iluminación revolucionarias, produjo un documental en un formato que fascinó a
los alemanes: era el Triunfo de la Voluntad, donde al parecer vehiculaba las
maldiciones de Hitler. Le pregunté sobre la propaganda en sociedades que se
imaginaban superiores al resto. Ella respondió que los «mensajes» de sus
películas no estaban subordinados a las «órdenes de arriba» sino al «vacío
sumiso» de la población alemana. «¿Incluye eso a la burguesía liberal e
instruída?» Le pregunté. «A todo el mundo», contestó, «y, por descontado, a la intelligentsia».
John Pilger, nacido en 1939 en Australia, es uno de los más
prestigiosos documentalistas y corresponsales de guerra del mundo anglosajón.
Particularmente renombrados son sus trabajos sobre Vietnam, Birmania y Timor,
además de los realizados sobre Camboya, como Year Zero: The Silent Death of
Cambodia y Cambodia: The Betrayal.

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