El Clarín de Chile / Escrito por
Fernando de la Cuadra* - Publicado
el 20 Marzo 2015
Hace
algunos años el gran compositor Tom Jobim declaró que Brasil no es país para
principiantes. Y parece que esta afirmación, en principio enigmática, tiene
algo de verdadera. Para muchos políticos, intelectuales, periodistas o personas
con opinión, se ha transformado en un lugar común decir que Brasil es un país
de grandes contradicciones. Y ciertamente lo es.
Desde
que asumió su segundo mandato, la presidenta Dilma Rousseff tuvo que enfrentar
una enormidad de problemas. Muchos de los problemas de Brasil son relativamente
nuevos: una economía en proceso de recesión, una tasa de inflación en ascenso,
sumado con una caída de la actividad industrial y un concomitante aumento del
desempleo. Pero un conjunto de otros problemas se vienen arrastrando desde hace
bastante tiempo.
Solamente
por mencionar los más importantes: La crisis energética, la crisis del agua, la
falta de inversión en infraestructura productiva, la reprimarización de la economía, el deterioro de los servicios
públicos, el soborno electoral, la corrupción endémica de políticos,
empresarios y gestores públicos. Con el propósito de enfrentar estas diversas
crisis y “apaciguar a los mercados”, la presidenta Rousseff nominó como su
Ministro de Hacienda a Joaquim Levy, un economista formado en la Universidad de
Chicago, es decir, alguien que tiene en su ADN el recetario neoliberal
difundido por Milton Friedman y la Escuela de Chicago para los cinco
continentes.
Siendo
fiel a su formación, el Ministro Levy anunció un paquete de medidas que
representan todo lo contrario de lo la presidenta electa prometió en su
programa de campaña. Ante el estupor de sus electores, el actual ministro
comunicó la “nueva” política de ajuste fiscal que aplicaría el ejecutivo:
aumento de impuestos, incluido el retorno de un tributo especial para los
combustibles y del impuesto sobre las operaciones financieras (IOF), recorte de
gastos en educación, salud y vivienda, mayores restricciones en beneficios como
el seguro desempleo, el auxilio a enfermedades, la restricción de las pensiones
por muerte o la reducción de los subsidios en los prestamos realizados por el
Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES).
Esta
serie de políticas anunciadas por la autoridad económica tuvo entre sus
primeras consecuencias el “mérito” de provocar la unidad de fuerzas
insospechadas en la historia reciente, la alianza entre los representantes del
capital y del trabajo. En efecto, tanto los dirigentes de las industrias
(FIESP) que se quejan por el aumento de los tributos, como los líderes de la
clase trabajadora (CUT, Fuerza Sindical), que denuncian el fin de muchas
conquistas laborales, ya señalaron públicamente su intención de aunar esfuerzos
para combatir las medidas informadas por el Ministro Levy. El propósito de este
frente común en que están embarcados empresarios y sindicalistas es presionar
al Congreso para que no apruebe los ajustes e impugne las Medidas Provisorias
(MP’s 664 y 665) propuestas por el Ejecutivo, que alteran las reglas del
beneficio, abono salarial, auxilio desempleo, pensión por fallecimiento,
auxilio enfermedad y auxilio reclusión.
En
principio son inexplicables los motivos que tuvo la presidenta Rousseff para
aceptar este conjunto de acciones que van a contrapelo de sus promesas de
campaña y de las expectativas de sus electores, que implican una serie de
cortes en los gastos sociales y la restricción de derechos laborales y previsionales
de los trabajadores, aunque sus asesores y portavoces insisten en aclarar que
estas medidas antipopulares eran inevitables para reconducir al país a un nuevo
ciclo de crecimiento y equilibrio fiscal. Contrariando también a los partidos y
políticos que constituyen la base del gobierno - en un sistema llamado
presidencialismo de coalición- la presidenta ha sufrido seguidos reveses en el
Congreso Nacional que es presidido tanto en la Cámara de Diputados como en el
Senado por dos miembros del Partido del Movimiento Democrático Brasileño
(PMDB), el principal conglomerado de la base aliada, cuyos representantes han
vetado relevantes proyectos enviados por el ejecutivo para su aprobación, como
la eliminación de las trabas que permitirían un aumento de los impuestos o la
disminución del techo del superávit primario de R$ 66,3 billones para este año.
Mientras tanto, el descontento y
malestar casi generalizado con el alza de los impuestos, los aumentos de
tarifas y los cortes de gastos ya se ha instalado en el país. Un levantamiento
divulgado esta semana por el Instituto Datafolha muestra que la
popularidad de la Presidenta Dilma ha bajado considerablemente. Los que juzgan
su gestión como óptima o buena suman un escaso 13 por ciento. Este porcentaje
implica una caída significativa con relación a fines de 2014, cuando la
presidenta poseía un 42 por ciento de apoyo de la ciudadanía. Los que
consideran su administración mala o pésima representan un 62 por ciento. Si a
ellos se agrega el 24 por ciento que considera a su gobierno como regular, la
cifra de insatisfacción asciende al 86 por ciento de los consultados. Además,
en una encuesta anterior, el 77 de los entrevistados pensaba que la presidenta
estaba en conocimiento de los fraudes sucedidos en la Petrobras y un 60 por
ciento de ellos consideraba que Rousseff mintió durante la campaña electoral
del año pasado.
Estimulados
por la baja popularidad y por la acumulación de los problemas apuntados
previamente, algunos grupos opositores han organizados panelaços y
protestas en las principales ciudades, en los cuales ha surgido el slogan de
“Fuera Dilma”, exigiendo que la mandataria sea objeto de un impeachment
por parte del Congreso, tal como sucediera en septiembre del año 1992 con
Fernando Collor de Mello. Como ha sido señalado por diversos juristas y
cientistas políticos, las posibilidades de que una solicitud de que una
inhabilitación tenga éxito en el Congreso son bastante remotas. Primero porque
la presidenta no ha realizado ningún tipo de acto de corrupción fragrante que
justifique su enjuiciamiento por parte del Congreso o por el Supremo Tribunal
Federal (STF).
En
segundo lugar, porque no existen las fuerzas políticas necesarias para promover
dicha acción de derrocamiento institucional, como fue el caso de José Manuel
Zelaya en Honduras o de Fernando Lugo en Paraguay. En tercer lugar, porque los
movimientos sociales más importantes de Brasil continúan apoyando al gobierno,
pese a todas las críticas que puedan hacer a su gestión, especialmente al nombramiento
de un ministro cuya palabra de orden es “austeridad” y recorte de gastos.
Para
cualquier observador desavisado la situación brasileña es confusa e
incomprensible. Como muestra basta observar lo que ha sucedido en las últimas
semanas. En efecto, empero no concordar con la política económica implementada
desde comienzos de este año, sindicatos de trabajadores, movimientos y sectores
sociales han llamado a manifestarse en favor del gobierno, de la estatal
Petrobras y de la democracia. Contraria y paradojalmente, aquellos electores
que votaron por Aécio Neves, cuya plataforma de gobierno incluía la aplicación
de un programa de ajuste como el que está siendo implementado ahora, han salido
a la calle a pedir la salida del gobierno, entre otros motivos, por la carestía
de la vida y por la irritante corrupción revelada a cada momento.
Sin
embargo, no solamente la Petrobras ha sido objeto de malversación de los
recursos públicos, pues la corrupción y el tráfico de influencias es
transversal a todos los partidos y, tal como advierten la mayoría de
especialistas, ella es parte del gen institucional de Brasil desde la época de
las capitanías hereditarias con su marca patrimonialista en la conformación del
Estado. En definitiva, el patrimonialismo representa nada más que la
superposición del interés privado en los asuntos públicos, es una modalidad
casi que atávica de privatización de los bienes públicos y su correspondiente
apropiación por individuos, grupos o corporaciones privadas.
El
escándalo de la Petrobras ha alcanzado a prácticamente todos los partidos y la
clase política en su conjunto, por eso se torna evidente y notoriamente
oportunista acusar solo al Partido de los Trabajadores de ser parte de los
arreglos con las empresas para recaudar los fondos destinados al financiamiento
de las campañas de sus candidatos. No existe referente político que no realice
este tipo de acuerdo con el capital privado. Este es uno de los temas
principales que ha sido planteado como base de argumentación para efectuar
urgentemente la reforma política: que sea el Estado aquel organismo que
financie las campañas partidarias a partir de un fondo a ser distribuido
proporcionalmente entre todos los partidos y coaliciones con mayor
representación nacional.
Al
contrario de lo recomendado por sus partidarios más fieles e incondicionales,
el actual gobierno parece haber sido acometido por una crisis de pánico y no ha
tomado ninguna iniciativa relevante para cambiar este cuadro negativo. Una que
otra reforma ministerial de carácter cosmético no va a convencer ni a quienes
están decepcionados del “viraje” hacia la derecha del gobierno ni a quienes
adhieren resueltamente a las filas de la oposición, atribuyendo todos los males
de Brasil a estos últimos 12 años de administración de la coalición liderada
por el Partido de los Trabajadores. El gobierno se encuentra acorralado en
medio a una sociedad que está dispuesta a movilizarse para defender sus
conquistas históricas o sus privilegios, negocios y utilidades.
Ya han transcurrido prácticamente cinco
siglos desde que Nicolás Maquiavelo nos advierte en el capítulo III de El
Príncipe que un gobierno que no se preocupa del futuro está condenado al
fracaso, pues reconociendo los males que caen sobre él, como cualquier persona
o entidad prudente, es posible aliviar éstos. Pero si por falta de previdencia
los dejan crecer al punto de tornarse visibles a los ojos de todos, dichos
males no tendrán más remedio. Por la parálisis política que afecta al gobierno
de Rousseff, el consejo del pensador florentino parece haber sido escrito en
estos días. La pregunta que flota en el aire es como podrá sobrellevar y
superar esta turbulencia un gobierno que está recién comenzado su segundo
mandato. Con una política de conciliación y dialogo con la oposición o con una
postura más agresiva que recoja el mandato que el pueblo le ha otorgado para
retomar la política de protección social y de consolidación de los derechos
laborales. Por el gabinete y la agenda que se viene diseñando, parece que la
primera alternativa es más probable. En todo caso, quizás si la única certeza
que existe en este mar de dilemas y contradicciones, es que se siguen
avizorando oscuros nubarrones en el horizonte de este país inescrutable.
*Doctor
en Ciencias Sociales. Editor del Blog Socialismo y Democracia.
Fuente:
El Clarín de Chile
http//lascotidianasdeenrique.blogspot.com
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