Periódico la Jornada / Sergio Ramírez
– Lunes 6 de Abril de 2015
Después de padecer largas dictaduras
militares a lo largo del siglo XX en América Latina, y apartadas las
polarizaciones ideológicas que llevaron a conflictos armados en no pocos
países, la recuperación, o edificación, del estado de derecho pareció ser la
meta a conseguir como salvaguarda de un futuro en que democracia y desarrollo
pudieran caminar de manera integral y paralela.
Bien podría decirse que la aspiración de finales del siglo XX fue hacer que
la realidad política respondiera a la letra de las constituciones, un ajuste en
el que habíamos fracasado desde los días de la independencia. Ni más ni menos,
regresar al siglo XIX para poder tener siglo XXI, recuperando el cúmulo de
ideas que habían fundado las repúblicas liberales.
Las democracias empezaron a funcionar basadas en el regreso al fundamental
derecho de elegir, y a partir de allí fue necesario probar la eficacia de las
instituciones, como salvaguarda para evitar el temido regreso a la
concentración viciosa de poder y al arbitrio de una sola persona mandando por
encima de las leyes. Esta había sido la persistente realidad impuesta desde el
siglo XIX, que acabó con el sueño benéfico de la majestad de las constituciones
y el imperio de las leyes, algo que a los caudillos siempre les pareció una
tontería infantil.
Pronto se descubrió, antes de que se cerrara el siglo XX, que la
institucionalidad democrática era capaz de resucitar de las cenizas de las dictaduras
militares, solamente donde esa institucionalidad había prosperado antes, como
en Uruguay o en Chile; pero donde históricamente había sido débil, o apenas
existente, era difícil reinventarla, como en la mayoría de los países
centroamericanos.
En otros, como Venezuela, era el agotamiento del sistema democrático,
desprestigiado por la corrupción, el que abría paso a nuevas propuestas que con
el tiempo vinieron a probar su dramático fracaso. Pero tampoco el populismo,
proclamado con pompa revolucionaria, venía a ser nada nuevo en América Latina;
ya lo conocíamos desde tiempos de Perón, Getulio Vargas y Rojas Pinilla.
También aprendimos, o recordamos lo que ya la historia enseñaba: que la
democracia populista no es más que un seudónimo del autoritarismo, o una etapa
previa a entrar en la dictadura sin apellidos. Esas fronteras son muy sutiles.
Si hay concentración absoluta de poder, cercenamiento de la libertad de
expresión; si hay miedo de los ciudadanos frente al poder, si la corrupción
descompone a la autoridad, estamos en los umbrales de la dictadura. De allí a
la represión sangrienta no hay más que un pequeño paso. Y el populismo no es
más que el celofán en que se envuelve ese regalo envenenado.
Pero otro elemento, para nada sorpresivo, se sumó al panorama de fin de
siglo, y se expande hoy con fuerza de incendio: la corrupción, tan integral a
la propia democracia recuperada, como si fuera parte de ella; en muchos
sentidos, porque la propia debilidad institucional, que incluye la falta de
transparencia y de controles sobre la voracidad de no pocos de quienes suelen
ascender al mando, la facilita. Apenas un gobierno elegido por el voto popular
se instalaba, quienes entraban a ocupar las oficinas públicas parecían listos
desde el primer día para empezar a robar. Y la fiesta sigue. Si no veamos el
caso de Petrobras en Brasil.
Los escándalos de corrupción siguen repitiéndose, y el electorado parece
padecer de una incurable nostalgia por los gobernantes juzgados y condenados
por delitos de malversación y enriquecimiento ilícito. Allí tenemos el reciente
regreso triunfal a Guatemala del ex presidente Alfonso Portillo, recibido
multitudinariamente en el aeropuerto tras cumplir en Estados Unidos una condena
por lavado de dinero, bajo propia confesión.
El panorama se agrava con la incidencia pertinaz del crimen organizado, que
alienta la corrupción en todos los estratos, como en México, donde los narcocárteles
buscan minar el estado de derecho y han avanzado bastante. Y en no pocos
países envuelven en sus redes a magistrados, fiscales, policías, ministros,
porque los narcodólares tienen un peso excesivo y desproporcionado capaz
de descalabrar el andamiaje institucional. Es una hidra de múltiples cabezas
que apenas le cortan una retoñan 100; una hidra capaz de asesinar masivamente,
incinerar, desmembrar, decapitar, con mucho que enseñar en cuanto a métodos de
crueldad a los sicarios del califato islámico.
Por ahora, habría que hacer que el Estado exista, volviéndolo visible. El
Estado sólo es real cuando tiene el control de un territorio; si no, tiende a
ser sustituido, en los barrios por las pandillas juveniles criminales, como en
San Salvador o San Pedro Sula, en los municipios y en las áreas rurales por los
propios jefes narcos, que actúan como si fueran el Estado, pero al
margen del Estado, imponiendo su propia ley. Es una anarquía concertada, que
aparenta orden, pero es un orden impuesto por el miedo y el terror.
En esas condiciones, el Estado sólo queda en el papel. Si los narcos instalan
escuelas, clínicas, sistemas de agua potable, es porque el Estado ha fallado en
su función esencial de hacer eso mismo. Pero para que recupere su soberanía
interna, debe funcionar primero como un verdadero Estado democrático.
Lo que se da en llamar clase política debe ver más allá de sus narices.
Concertar planes a largo plazo, sin interponer identidades ideológicas. El
desarrollo estratégico de un país incluye no sólo las inversiones, el
crecimiento de la economía y la calidad y la extensión de los programas
sociales, sino también la seguridad pública vista como un modelo diferente, no
solamente represivo.
Seguridad ciudadana significa crear vínculos activos con la comunidad. Los narcos
no son marcianos; nacen y crecen en las comunidades pobres, tienen vínculos
afectivos con los suyos, y saben ejercer el populismo. Allí hay un desafío. El
Estado debe vincularse socialmente con esas comunidades. Las fuerzas especiales
de tarea, enmascaradas con pasamontañas, seguirán fracasando en la prevención y
el control del delito si el Estado no piensa primero en la integración, la
transformación social y la eliminación de la pobreza crónica.
Masatepe, abril de 2015.
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Fuente: La Jornada
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