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ABC.es / César Cervera / Madrid Día
07/04/2015 - 12.48h
Fray Bernardino de Sahagún asegura en
sus textos que cuando Cortés contempló las hordas de enemigos clamó que «los
españoles entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el mar». Una
leyenda fantasiosa ubica al patrón de España junto a los jinetes que dirigió el
conquistador extremeño
Hernán Cortés, un hidalgo extremeño enviado a explorar la actual zona de
México, aprovechó el odio de los pueblos dominados por el Imperio azteca para
incrementar notablemente sus escasas tropas y avanzar en dirección a la capital
mexica. Tras ser recibido de forma pacífica por Moctezuma II, el máximo
líder azteca, el largo y tenso periodo que los españoles pasaron en Tenochtitlán,
sin que pareciera que tuvieran intención de marcharse, terminó levantando al
pueblo contra los conquistadores justo cuando Hernán Cortés regresaba de
enfrentarse a una expedición arrojada por el gobernador Velázquez para
obligarle a volver a Cuba. La noche se tiñó de sangre cuando los aztecas se
abalanzaron sobre el convoy de carros que los españoles y sus aliados tlaxcaltecas
formaban durante su huida de la ciudad.
ABC
Retrato de Hernán Cortés
600 españoles y cerca de 900 tlaxcaltecas fallecieron
durante la huida o bien fueron apresados para satisfacer la interminable sed de sacrificios
humanos de los aztecas. La mayor parte de los caballos murieron –solo veinte
caballos quedaron con vida– todos los cañones se perdieron y los arcabuces
quedaron arruinados con la pólvora mojada. Frente a la tragedia, el cronista
Bernal Díaz afirma que a Cortés «se le soltaron las lágrimas de los ojos al
ver como venían». Durante seis días el ejército español marchó sin rumbo
fijo con las huestes aztecas a su espalda. No obstante, la fortuna fue
propicia para los españoles, puesto que los aztecas se entretuvieron festejando
la victoria y conduciendo a los prisioneros hacia los altares con parsimoniosa
ceremonia, ofreciendo sus corazones a los dioses y devorando sus cuerpos.
La caballería europea marca la
diferencia
El conquistador extremeño no desaprovechó el error de los aztecas, que
estimaban que los españoles estaban completamente derrotados, y reorganizó sus
escasas fuerzas buscando un terreno favorable. Cortés y sus capitanes, entre
ellos Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid y Juan
de Salamanca, se plantearon como objetivo llegar a Tlaxcala, donde podrían reponer fuerzas y preparar mejor un
contraataque si se veían acorralados. Para ello eligieron bordear el lago Texcoco
por el norte. Hostigados por los aztecas y por el hambre, la marcha de los
españoles dejó a sus espaldas nuevas bajas.
El sábado 7 de julio de 1520, la huida ya no fue una opción. Un gran
contingente de guerreros mexicas y sus aliados de Tlalnepantla,
Cuautitlán,Tenayuca, Otumba y Cuautlalpan alcanzaron a los españoles en
los llanos de Temalcatitlan. La cifra de aztecas allí congregado es todavía
hoy un tema de controversia, siendo posible que hubiera reunidos cerca de
100.000 guerreros (los primeros historiadores en estudiar la batalla calcularon
200.000), frente a unos 400 españoles y 3.000 indígenas aliados. Lo único
irrefutable es la sensación de absoluta desproporción que
provocó la visión del ejército azteca a Hernán Cortés. Fray Bernardino de Sahagún asegura
en sus textos que cuando el conquistador contempló las hordas de enemigos clamó
que «los españoles entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el
mar. La pequeña hueste parecía una goleta combatida por las olas».
María de Estrada peleó con una lanza,
siendo una de las pocas mujeres en la expedición
En la primera línea enemigas se
situaron las cofradías militares del Jaguar y del Águila, fácilmente
identificables por sus trajes a imitación de estos depredadores, y la nobleza
azteca encabezada por Matlatzincatzin, el cihuacóatl (jefe militar), que veía en la contienda una forma de
borrar de una vez a los españoles. Por su parte, los escasos cuatrocientos españoles
formaron en una disposición típica en ese momento en Europa: los piqueros se
colocaron tras los rodeleros, mientras los ballesteros formaban en los
flancos dispuestos a cubrir a sus compañeros junto a los pocos afortunados
que portaban arcabuces. Cortés contaba con dos únicas ventajas para enfrentarse
a la oleada de enemigos: un pequeño grupo de jinetes capaces de marcar la
diferencia con sus cargas al estilo táctico europeo y la escalofriante
garantía de que los aztecas buscarían apresar vivos a todos y cada uno de los
conquistadores para usarlos en sus rituales. Aquella garantía sirvió de excusa
para aguantar hasta las últimas consecuencias.
Finalmente, fueron los jinetes castellanos encabezados por el propio Cortés
los primeros en arremeter contra la marea, sorprendiendo a los aztecas. La
fuerza de la galopada les introdujo en mitad del ejército enemigo antes de
retroceder ordenadamente. El extremeño y su caballería repitió este
movimiento, carga y huida, una y otra vez, mientras la infantería española recibía las
primeras acometidas furiosas. María de Estrada, una de las pocas mujeres españolas
que participó en la conquista de México, peleó junto a la infantería con una
lanza en la mano «como si fuese uno de los hombres más valerosos del mundo».
Una carga al grito de «Santiago y
cierra España»
Pese a las exitosas incursiones de la caballería, la desproporción de
fuerzas causó que la infantería formada por españoles y tlaxcaltecas
comenzara a retroceder lentamente. De hecho, el flanco protegido por los
tlaxcaltecas estaba a punto de derrumbarse completamente cuando Hernán Cortés
dispuso un plan para salir con vida de aquella encrucijada. Tras pasar varios
meses en la corte de Moctezuma, el extremeño sabía que en Mesoamérica
la muerte del general, e incluso la captura del estandarte del enemigo, se
consideraba el fin del combate. También conocía el importante papel que estaba
jugando Matlatzincatzin en aquella batalla, quien, bajo un enorme estandarte
negro con una cruz blanca sobre fondo rojo, era fácilmente distinguible desde
la posición española. Así, al
grito de «Santiago y cierra España», Cortés se abrió pasó junto a cinco jinetes (Pedro de
Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Juan de
Salamanca) en dirección al jefe militar azteca. Según una leyenda fantasiosa
que surgió poco después de la batalla, el Apóstol Santiago, patrón de España,
también secundó a caballo la carga casi suicida, como se cuenta que había hecho
en varias contiendas contra los musulmanes en la Península Ibérica.
ABC
Representación de la batalla de
Otumba en el Lienzo de Tlaxcala
Antes de que la infantería pudiera detener la carga, los jinetes alcanzaron
el estado mayor azteca y a Matlatzincatzin. El cihuacóatl vestía un traje de
negro de pies a cabeza, con enormes garras en sus pies y manos y un yelmo
imitando el aspecto de una serpiente. Pese a su aspecto tétrico, Cortés no
tembló en derribarlo y Juan de Salamanca en darle el golpe final antes
de apoderarse de su estandarte. Cuando los guerreros de la Triple Alianza
vieron a los jinetes castellanos enarbolar el estandarte de su general, dieron
la batalla por perdida y comenzaron ellos entonces una desesperada huida hacia
Tenochtitlán. «Y con su muerte, cesó aquella guerra», escribió Hernán Cortés a Carlos
I de España anunciando el desenlace de la batalla.
Los españoles y sus aliados indígenas se reorganizaron para atacar Tenochtitlán
meses después. Un cerco de setenta y cinco días, donde la ciudad quedó muy diezmada por una
epidemia de viruela traída por los europeos,marcó el final del Imperio
azteca
Fuente: ABC.es
http://lascotidianasdeenrique.blogspot.com
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